El sol pega cada vez más fuerte. Los termómetros siguen marcando temperaturas de 5 grados bajo cero, pero camino bajo el límpido cielo azul de la mañana y veo que hay agua que corre debajo del hielo; camino de forma distraída y de repente escucho que estoy chapoteando sobre un hilo de agua que cruza el camino.
Durante el invierno se debe haber acumulado cerca de un metro de nieve, repartidos en varias nevadas chiquitas y un puñado de tormentas fuertes. Cada vez que una de estas tormentas azotaba este rincón del mundo, grandes máquinas salían a despejar los caminos para que la circulación fuese posible y que la vida cotidiana no se viera demasiado dificultada. Como consecuencia de esto, montañas de nieve que superan los dos metros y medio de altitud se formaron a lo largo y ancho de la ciudad.
Hoy, estos inmensos montículos están pasando por una gran metamorfosis. Es fascinante. Su cambio es continuo. Su fachada, blanca y tersa, está dejando paso a un interior más gris y cristalino. Aquellas pequeñas partículas que fueron arrastradas inicialmente con la nieve depositada en el suelo, hoy están viendo nuevamente la luz del sol, dándole una impronta más fuerte a lo que parecía un gran campo de seda. Además el agua que se derrite arriba se congela un poco más abajo, formando duros cristales que le muestran aspereza sobre la superficie.
Es hipnótico. En mi camino diario no puedo dejar de frenarme ante mis invernales compañeros de viaje y observarlos durante el tiempo que la fría mañana me deje para notar las huellas que dejó la jornada precedente. Tengo una sensación casi igual a la que me surge cada vez que me siento a contemplar la danza de llamas de leños ardiendo. Pero tiene sus diferencias. Los tiempos son distintos, porque mientras un tronco se extingue en una hora estos montones tardan semanas o hasta meses en consumirse. También está la posibilidad de sentirlos al tacto. Toco esas púas en apariencia feroces y siento su íntima fragilidad.
Puedo observar desde muchos puntos de vista aquellas curiosas formas y diseños. Las diferentes perspectivas me prenden la imaginación y traen a la vida una infinidad de criaturas, paisajes e historias que cada día se renuevan y que nunca vuelven a ser las mismas, como una versión natural de aquel Libro de Arena que obsesionó a un Borges ya jubilado. Sin embargo esta versión tiene una diferencia fundamental: él mismo se va antes de que a uno lo consuma la obsesión, pero va a volver a hacerse presente en el futuro para que uno no se olvide de su existencia. Cosa que a mi entender es una bendición porque puedo disfrutar de sus hojas en este instante sabiendo que en el futuro me voy a poder volverlo a abrir en alguna parte de su infinita escritura.
Espero que esto no se transforme en una maldición y que la espera se me haga eterna. Sólo con el tiempo puedo llegar a saberlo. Mientras tanto, no me queda más que aprovechar para leer estos magníficos ejemplares mientras la primavera despierta al dormido ambiente que me rodea.

es bello....
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